Pues sí, el miércoles 16 de mayo, exactamente a las nueve y cincuenta y nueve minutos, luego de haber
superado esperas, desencuentros y un largo paseo hasta poder subir al tren, los
siete viajeros pudimos contarnos, estábamos todos, e inmediatamente, arrancó el
tren.
El viaje, aunque bueno,
irregular: salvo Luis Fernando y el Custodio que usaron los asientos, el resto
lo hicieron de pie, en la cafetería, hablando a gritos y tomando, además de otras
cosas, mucho café.
A las doce menos
cuarto, ya en Córdoba, en el andén atestado de turistas, mujeres y algún niño, un
enorme griterío ¿qué pasa? ¿hay peligro?, no, era el Mazarrasa que armaba
bronca porque, dijo, estaba harto, más que harto de esperar.
Subimos hasta el
vestíbulo en fila india: primero, elegante y muy serio Luis Fernando, el
anfitrión; luego el organizador, José Luis, tocado con un viejo panamá.
Antonio, todo sonrisa, y sombrero de golf; Pedro, también con un panamá, pero
nuevo; Josemari hablando y hablando; Gaspar cámara en ristre; José Luis, prudente
y serio; al final, a veinte pasos, cansado ya, el Custodio también con un blanco
panamá.
En la puerta de la
estación, reunidos en cónclave, Luis Fernando preguntó: - ¿en taxi o mejor
andando? Solo son diez minutos caminando.
Efectivamente, en diez
minutos, arrastrando las maletas, en fila casi india, en el calor de Andalucía, estábamos disfrutando de
“los patos”, esos preciosos jardines que hay entre la Avda. de los Mozárabes y
la Avda. Cervantes. Cónclave otra vez, Luis Fernando explica el parque, las
fuentes, las calles, las casas, la gente…Gaspar hace fotografías…el Custodio
descansa…
Por la Ronda de los
Tejares, - en el cruce con Gran Capitán José Luis tropieza con una bella dama
que lo abraza aunque él luego nos dice que no le recuerda de nada - , hasta la Calle Cruz Conde; nos paramos en la
entrada, está animada, llena de gente. Luis Fernando explica que, aunque siguen
los letreros, han quitado a la calle el nombre de su tío, también a la dedicada
al Gran Capitán, en ambos casos parece que “porque eran fachas”.
Ha pasado media hora
desde el mediodía, ¡eran diez minutos, debemos estar, aquicito no más! piensa el Custodio mientras, el último de la
fila casi india atraviesa la Plaza de
los Carrillos y recorre la Calle Domingo Muñoz persiguiendo de lejos a Luis
Fernando y a José Luis, sin perder de vista a Pedro, José Luis, Antonio y
Josemari, menos mal que algunos llevan sombreros, y Gaspar, que hace fotos sin
parar. Al fin parece que hemos llegado, estamos en la Calle Conde Torres
Cabrera, subimos un poco y ya, ante nuestros ojos está, orgulloso, el Palacio
Torres Cabrea, la casa de Luis Fernando. Pero no, no cruzamos la enorme puerta,
- Luego vendremos, ahora al hotel, ¡está cerca!, nos dice Luis Fernando…

Calles estrechas,
plazuelas, cuestas, ¡sol de Andalucía! Siempre en fila irregular mirando de ver
los sombreros…la formación avanza hasta que José Luis, Josemari y el Custodio,
acaso porque es cuesta abajo, doblando una esquina equivocada, se pierden.
Perderse en Córdoba; el
olor de la ciudad, los monumentos, los naranjos y las mil flores, las mujeres
hermosas…, si no fuera por las maletas, si no fuera porque hace calor, si no
fuera porque somos viejos… Josemari pregunta a dos muchachas, una se llama Claudia
y la otra Leonor, y ellas, tan inocentes, ¡el hotel está muy cerca!, casi nos acompañan.
El hotel Macià
Alfaros, es una parada corta, dejar las maletas y salir rápido, estamos fuera
de tiempo, ¡no llegamos en hora al palacio!
Otra vez en fila. Y ¡hay
milagros!, en menos que canta el gallo, la Calle Torres Cabrera y en unos pasos
más allá estamos de nuevo en el palacio.
Y sí, conocer la casa
de Luis justifica cuanto hemos pasado desde esta mañana temprano. La puerta
grande, el patio de entrada, con los árboles, las flores y las vetustas
cocheras.
Penetrar en el palacio, gozar los mosaicos romanos que no tienen precio,
subir la gran escalera, visitar los salones, pararse en el salón de los
espejos…estar en la terraza…detener la vista en tantas y tantas fotografías de
otro tiempo…Y todo además con la compañía de Concha, la hermana de Luis Fernando y de sus encantadoras amigas...
Más tarde, a la sombra,
en el patio, un aperitivo bien servido, la conversación tranquila, el tiempo y
el espacio detenidos, ¡qué descanso!
Sin embargo, la
tranquilidad dura poco: Hay mucho que ver y el tiempo escaso. ¡Vamos, no
llegamos! Salimos, caminamos entre el gentío vamos a todas partes, tenemos prisa y, de pronto, paramos. Mirando el texto del poeta, Luis
Fernando loa a Córdoba recitando Góngora:
¡Oh excelso muro, oh torres coronadas
de honor, de majestad, de gallardía!
¡Oh gran río, gran rey de Andalucía,
de arenas nobles, ya que no doradas!
¡Oh fértil llano, oh sierras levantadas,
que privilegia el cielo y dora el día!
¡Oh siempre gloriosa patria mía,
tanto por plumas cuanto por espadas!:
si entre aquellas ruinas y despojos
que enriquece Genil y Dauro baña
tu memoria no fue alimento mío,
nunca merezcan mis ausentes ojos
ver tu muro, tus torres y tu río,
tu llano y sierra, ioh patria, oh flor de España!
Sí, tenemos prisa. La
fila, ¡que no se pierdan de vista los sombreros!, hasta los muros de la
Mezquita, bajando… Un desarrapado sin nombre regala al Custodio un papel que
dice: La Tierra del Califato:
“Córdoba
en lágrima siente su hueco de un pasado robado, de un tiempo amado, necesario y
presente; Córdoba querida, por protectora a muchas ciudades cultivaba son su
conocimiento y caricias; Córdoba no querida por todos, conquistada por uno, el
todopoderoso, Magnífico y Misericordioso…”
Luis Fernando sabe. Al
lado de la Mezquita, en la Calle Romero, con la entrada bajo un balcón lleno de
flores, El Churrasco. Y sí, es un muy buen restaurante.
En un patio, también
con preciosas flores y antiguas cerámicas,
probablemente del XVIII, reflejo cobre,
de las que ya no se hacen, en una esquina la mesa, mantel muy blanco, servilletas
grandes, platos amplios, copas transparentes y se puede fumar. Fino para
empezar, luego Rioja y carne roja; el maître se esmera, Luis Fernando aquí no
es el Califa, es Don Luis, el Gran Señor.
La sobremesa termina
¿iremos al hotel?, pues no, a pleno sol, ¡menos mal que algunos tenemos
sombreros!, en fila india, bajamos hasta la Puerta del Puente, caminamos los
muchos metros, más de trescientos, pisando el puente romano que cruza del
Guadalquivir, deteniéndonos en su centro para admirar el Triunfo de San Rafael, hasta
la Torre de la Calahorra… admiramos la vegetación que crece en el cauce del
río, las viejas norias que recuerdan otros tiempos y, sin pausa, ¡hay que
aprovechar el tiempo!, desandamos inquietos el augusto puente ¡qué no habrá
visto en sus dos mil años! y, llegamos a los Jardines del Alcázar donde Gaspar
y el Custodio esperaron sentados en un banco, a la sombra, a que el resto
corrieran varios kilómetros de calles visitando patios, viendo flores y
respirando la belleza de Córdoba.
Más tarde, a eso de las
siete y media de la tarde, otra vez junto al Alcázar, se celebró un nuevo y
breve cónclave; los de los patios, cansados, pero aún hambrientos de hermosura,
tomaron de nuevo el camino de la Judería para recorrer, en fila, las
angostas calles, detenerse en las plazuelas, leer en las fachadas, soñar
pasados y sentir el latir de la juventud perdida en sus viejos corazones. Josemari,
Gaspar y el Custodio, marcharon al hotel en un taxi con motor que, al fin llegó
cuando estaban a punto de tomar un coche de caballos.
A las nueve y media de
la noche otro cónclave, ahora en la puerta de la Mezquita y con Lorenzo que,
llegado esta mañana de Miami, no quiere perderse el acontecimiento que es
visitar por la noche la Mezquita de Córdoba y la ausencia de Josemari, ocupado
hasta la hora de la cena en otros asuntos relevantes (creemos que el partido que ganó el Atletico de Madrid).
Sobre la visita a la
Mezquita, con la Catedral incluida ¿qué decir?, aunque la hayas visto muchas
veces, es tan hermosa que lo mejor es guardar silencio y decir nada.
En la noche de Córdoba,
por las calles silenciosas, sobrecogidos por la belleza, cuesta arriba,
paseando, llegamos al patio que acoge Los Berengueles.
Jamón, pescaditos, algo
verde, otras cosas, no recuerdo qué, buen vino y salmorejo; creo que nunca,
todos estamos de acuerdo, hemos tomado uno como el que hoy hemos degustado en
este muy buen restaurante cordobés.
Volver al hotel por las
calles desiertas, en el calor de la noche, olvidada la fila india, agarrados de
los brazos, como cuando éramos casi niños, tapando la calle, detenernos en la
puerta de una Iglesia, admirar una admirable cruz hecha en piedra,
contemplar velas quemando
rezadas esperanzas.
Como anécdota, decir
que en la oscuridad de la noche, bajo una farola, Josemari, con su voz más poderosa, parodiando a Espronceda, como si los versos fueran suyos, declamó:
Oigo, patria, tu aflicción,
y no entiendo por qué callas,
viendo a traidores canallas
despedazar la nación.
Dando a un ingrato felón
estúpidas concesiones,
están haciendo jirones
esta tierra milenaria,
de gente, ayer solidaria,
y hoy podrida de ambiciones.
Lloras, porque te engañaron
los que lealtad prometieron,
los mismos que te aplaudieron,
y la Ley corroboraron.
Alevosos, traicioneros,
bellacos y desleales,
la convivencia entre iguales
rompen con su felonía,
y han de acabar la porfía,
en inmundos cenagales.
Buscando solo engañar,
distorsionaron la historia
para turbar la memoria
de las gentes del lugar.
Anhelantes por medrar,
con su estúpida insolencia,
rompieron la convivencia
entre familias y amigos;
requiere firme castigo
su ruin malevolencia.
Un tipo poco honorable
quiso imponer sus ideas
con maneras maniqueas,
fraudulentas, miserables,
arteras y despreciables.
Medio milenio hermanados
no lo separa un tarado
dirigente provinciano,
por mucho discurso vano
que largue desde su estrado.
¡Basta! Gritó el pueblo fiel
por toda la piel de toro.
¡Basta! Clamaron a coro
los españoles de bien.
¡Basta! Poned pie en pared
a tanta provocación
y cortad la humillación
de estos cuatro hijos de perra,
¡No se trocea esta tierra,
somos una gran nación!
Por fin, en la madrugada, también en fila, uno por uno,
entramos en el hotel y, antes de darnos cuenta, todos, hasta los más insomnes,
luego de un día inolvidable, caímos en el gran olvido que es dormir.
Al amanecer, más o
menos a la hora en que ayer tomamos el tren en Madrid, poco a poco, cada uno,
al levantar la cabeza del plato del desayuno o al ir por segunda o tercera vez
a la máquina del café,-cómo han cambiado las cosas, para mal, en los hoteles -,
fuimos descubriendo que no estábamos solos; aquí y allá, al tresbolillo,
estábamos todos; pero fue lo mismo, cada cual siguió comiendo, la experiencia
es un grado y está muy claro que Luis Fernando no piensa dejarnos parados,
quiere hacer de nosotros superhéroes del
imperio, iguales o mejores que los que ha descubierto en el libro de
Cervera que, con justicia, recomienda.
Y se produjo el
milagro: a las diez y media todos, hasta el último, habíamos pagado la cuenta
del hotel y, arrastrando las maletas, salimos por la puerta.
Con los sombreros
calados, José Luis en cabeza, justo detrás Antonio con el Google Maps en la mano, detrás
los demás: Pedro muy cerca, después José Luis, más lejos Gaspar, el Custodio ya
descolgado y Josemari casi a la par. Y, para que conste, los aullidos que
soltaban las maletas al saltar las ruedas por el camino eran entre muy fuertes
e infernales, tanto que los pocos viandantes que encontramos, al llegar
la fila, se tapaban los oídos y se escondían en los portales para dejarnos pasar.
Callejas y más
callejas, pasamos dos veces más por la casa donde nació Manolete, hubo cónclave
en una plazuela, preciosa con balcones llenos de flores, para descansar,
descubrimos dónde estaba el restaurante donde cenamos ayer y, muy cerca, otra
vez la Calle Torres Cabrera y a tres pasos, ante nosotros en la entrada de su
casa, Luis Fernando que sereno, tranquilo, con su sonrisa más elegante, nos
esperaba.
Dejar las maletas y
salir de nuevo a la calle fue un instante: había que ir a tomar jeringos.
En fila como siempre,
muy cerca de su casa Luis Fernando nos condujo a un oscuro pasadizo, era la
entrada oculta de un lujoso mercado; dos, tres pasillos y, de repente la calle,
frente a nosotros en el bulevar de Gran Capitán, una terraza, dos mesas, ocho
sillas y, con café con leche, los jeringos; pero ¿qué son los jeringos?, pues
eso, jeringos, algo así como un cruce entre porras y buñuelos.
Pero lo de los jeringos
era un señuelo, antes de darnos cuenta otra vez de camino, ahora hasta un resto
de muralla junto a la antigua puerta de
Córdoba, la primera que San Fernando abrió
cuando ganó Córdoba a los sarracenos.
Y aquí Luis Fernando,
con su especial señorío, explicó: el 29 de junio de 1236, el Rey Fernando III entró por este
mismo lugar en Córdoba…y ese fue el final de los musulmanes en nuestra
ciudad, todos ellos salieron de aquí y, hasta ahora, no han regresado.
Y, para terminar su
explicación, añadió: dando un paseo vamos
a ver algunas de las catorce iglesias, las fernandinas, que el Rey Santo mandó
alzar en Córdoba…
Y a caminar. Calles
antiguas, casas bajas, naranjos, plazas, iglesias, entramos en varias (y rezamos por los enfermos), jardines
de pronto y silencio…es increíble el silencio y la paz que reina en este lugar
que está a pocos minutos andando de la amplia y moderna ciudad.
El sol calienta
y oscurece las cabezas de los que no usan sombrero.
Más tarde patios y más
patios, flores todas…cansancio por supuesto, menos mal que, de cuando en
cuando, bajo la sombra hay un buen banco…
Parece increíble
cuantas calles, cuántas cuestas, cuántos patios hay en Córdoba, cuántos son sus
naranjos y cuánto resisten caminando los
huéspedes de Luis Fernando…
La comida en Ermita de
la Candelaria, un restaurante nuevo, tranquilo y bien presentado, ya conocido
por sus platos y sus vinos, que promete un buen futuro. Lorenzo que, descansado
de ayer, se ha reincorporado para estar con todos en el almuerzo contribuye con
su saber añadiendo platos y más platos a los exquisitos ya elegidos, junto al
vino, de antemano por Luis Fernando.
Una hora y media
tranquila para tomar fuerzas y seguir andando. Quedan noventa minutos hasta
la salida del AVE, una hora para llegar al palacio y la última media para ir,
caminando hasta el tren que, a las seis de la tarde de este 17 de mayo de 2018, nos llevará a Madrid.
El Custodio no recuerda nada de este tiempo porque cuando
despertó de su cansancio estaba dentro de un taxi, en la entrada de la estación
de Córdoba…con el tiempo justo para subir al tren. Sin embargo sabe, con
espanto, lo ha dicho Antonio, que hoy, sin hablar de ayer, hemos hecho,
andando o corriendo 8.300 metros que son, exactamente, 14.338 pasos.
El viaje de regreso no tiene historia, todos los viajeros ocuparon sus asientos y, estoy
seguro, como Custodio, que durmieron soñando el gran viaje que nos ha regalado
nuestro compañero, ese gran señor cordobés que es Don Luis Suarez de Lezo y
Cruz Conde.
Nota: Las fotografías de esta entrada son de Gaspar y el texto del Custodio del blog