Mira
que hemos tenido comidas, tantas que solo José Luis, porque todo lo anota,
sabe.
Mes
tras mes, año tras año, el segundo jueves de cada mes, todos los meses,
incluido agosto, hemos comido, unos u
otros, siempre juntos y siempre, fuera cual fuera el menú, la comida ha sido un
éxito.
Pues
bien, la comida de este mes, el 9 de abril de 2015, escribo la fecha para no
olvidarla, estuvo al filo del desastre.
Nada
anunciaba el peligro: el sol de primavera alegraba la mañana, los mil verdes de los árboles cantaban vida
y el arribo de cada conmilitón encendía los rostros con sonrisas que añadían placer a los reencuentros.
En el
comedor, solo una mesa ocupada, la nuestra en su sitio. Todo bien dispuesto:
las diecisiete sillas, el mantel limpio, los platos y las copas, los cubiertos justos y un diligente camarero chapaco
que no fue lento en completar la
comanda.
Todo
perfecto, tan perfecto que, en mi felicidad,
un presentimiento me llenó de miedo. Tanto que, mientras agradecía a
Luis y a Santi sus trabajos, concienzudos y constantes para renovar, con sus correos,
nuestra obsoleta educación, recorrí
con la mirada, de derecha a izquierda, a los conmilitones, observando
con atención, para confirmar que mi intuición era solo o
algo más, que una ilusión. Y nada, me dije: menos mal, no pasa nada, ¡estás
viejo, molón!
Pero
no, no me había engañado la intuición: la voz fuerte, ahora un poco llorica, de quien al finalizar la comida suele pedir
dinero, se alzó: ¡el martes me operan, es para salvarme el ojo!
Fue la
señal: ¡a mí la semana pasada me
quitaron un trombón!; ¡pues yo me repongo de un ictus!;¡yo vivo con medio
pulmón!; ¡la semana próxima me radian la
próstata!; ¡no te quejes, que yo hace un año que perdí la mía!; ¡yo ya soy septuagenario, he cumplido setenta
años!; el 19 tengo una nueva presentación…
Diecisiete
comensales, muchos, no sé cuantos, han perdido el pudor y nos han mostrado sus
vergüenzas, me espanto, ¡qué locura!.
Torquemada,
no puede hacer un verso, mira la puerta
con ansia y se dice: ¡me van a contagiar, ¡sin remedio tengo que escapar! ;
Antonio saca a relucir el no éxito del negocio de las cabras; Gaspar dice no, con la cabeza gacha; José Luis aporta la nueva y mala noticia; el pánico se extiende
sobre el mantel y la oscuridad llena el
comedor…
Solo
falta que alguien explique lo que ayer
le hizo la nuera o llore el castigo al
que fue sometido esta misma mañana por sus nietos…¡qué horror!
Pero,
por fortuna, el sentido común de Gurri evitó el desastre, con un gesto hizo
moverse a Javier que atendiendo el ruego, con fuerza golpeó por dos veces copa y cuchillo; se hizo el silencio y el hombre del pelo blanquinegro,
repartiendo a todos un muy buen chocolate, habló: ¡chicos, chicos, escuchadme!,
¡tengo la solución!, cuando alguien se ponga malo, que no lo dude, y aplique,
sin decirlo a nadie, la técnica del
cucharón.
No sé si
fue el chocolate, la bondad de la receta u otra razón, pero, en el acto, los comensales obviaron que tenían corazón, arterias y pulmón, próstata, hígado y riñón; piernas, manos y orejas; hasta se olvidaron eso del
azúcar y del otro dolor.
Sin
transición, la conversación volvió a los tiempos del colegio, a las filas, el patio, los lugares y hasta a la congregación.
Pues sí, la
comida del 9 de abril estuvo en el filo del
desastre pero, al final se salvó.
No hay comentarios:
Publicar un comentario